viernes, 11 de diciembre de 2015

17.- LAS PERSONAS JURIDICAS



El derecho romano no llegó a elaborar una doctrina com­pleta de las personas jurídicas, suministrando, sin embargo, a los intérpretes posteriores las bases para su construcción. No obstante, él ya había llegado, a través de un largo y laborioso camino, a reconocer la capacidad de ser sujeto de derechos, aún, a entidades diversas del hombre. Hasta el final de la épo­ca clásica esta capacidad le es atribuida tan sólo a las asocia­ciones de hombres organizadas para la consecución de fines duraderos de interés común e independientes de la voluntad y de los intereses de los miembros que las integran. En la edad postclásica y justinianea, con una mayor abstracción, se co­menzó a reconocer la capacidad jurídica también a entidades patrimoniales destinadas a un fin específico.
Con términos modernos las asociaciones de hombres se lla­man corporaciones; las entidades patrimoniales, fundaciones.
Prototipo de ente colectivo era el Populus Romanus, que tenía todos los posibles derechos. Sobre su base se configuraron otras comunidades de derecho público, como los «municipia”
y las «coloniae”, a las cuales se lea va, gradualmente, recono­ciendo una capacidad de derecho privado; y las corporaciones privadas, para las cuales se tenían numerosas denominaciones (collegia, corpora, societates, sodalicia, etc.). Los componentes de ellas se llamaban «soci” o “sodales”, y la totalidad de ellos «urnversitas”.
Requisito para la existencia de una corporación era la reunión de por lo menos tres personas que tuvieran la inten­ción de constituir una unidad orgánica dirigida a un fin lícito, que podía ser religioso, especulativo, profesional, etc. Por lar­go tiempo no fue necesario el reconocimiento por parte del Estado, ya que era suficiente la licitud del fin; pero desde ci principio de la edad imperial era necesario, sin embargo la autorización estatal. Cada corporación tenía un estatuto, órga­nos directivos, una sede común y se consideraba existente aunque cambiaran todos los socios o se redujesen a uno. Por lo menos desde la edad clásica se viene afirmando el elemento más característico de la personalidad jurídica de la corporación cual ente distinto de sus miembros, esto es: que los derechos y obligaciones se referían directamente a ella y no a sus miem­bros (si quid universitati debetur singulis non debetur, nec quod debet universitas singuli debent). La capacidad patrimo­nial de las corporaciones se fue poco a poco extendiendo; se admite también que pudieran nianumitir esclavos adquirien­do el derecho de patronazgo y, en último término, le fue con­cedido, en un principio a algunas como privilegio, después a todas, el recibir herencias y legádos. Las corporaciones privadas se extinguían: por la desaparición de todos sus socios; por la disolución voluntaria; por la consecución del fin; por la su­presiótl estatal.
Las fundaciones comienzan a aparecer sólo en la edad post­clásica, bajo forma de instituciones de beneficencia y de culto promovidas por el cristianismo para una «pia causa”. Consis­tían en patrimonios confiados por lo general a una iglesia y destinados a la creación de orfelinatos, asilos, hospitales, etc. Pero, sin embargo, a un reconocimiento explícito de su capa­cidad jurídica no se llegó ni tan siquiera en el derecho justi­nianeo. No obstante, se intentó asegurar de todos modos la con-
secución del fin, dándole a los obispos la vigilancia y el cuida­do sobre la administración de tales patrimonios y ampliando las muchas normas que ya regulaban la vida de las corpora­ciones.

Una personalidad jurídica más plena le es atribuida, al me­nos en el derecho justinianeo, al «fiscus” y a la “hereditas iacens”. El fisco era el patrimonio imperial. El acab& por ab­sorber al aerarimn”, esto es: el patrimonio del pueblo roma­no; pero se separó de la persona del emperador y fue conside­rado como una entidad en sí misma, a la cual le fueron atri­buidos muchos privilegios. La herencia yacente era cualquier patrimonio hereditario todavia no aceptado por el heredero. Puesto que la aceptación era, por lo general, necesaria para que el heredero tomara la posición del difunto, en este inter­valo de tiempo tal patrimonio permanecía sin titular y así, pues, como si fuese una «res nullius”. En el derecho clásico se llegó a decir, sin embargo, que la herencia ocupaba el lugar de la personalidad del difunto, y en el derecho justinianeo se llegó aún más allá, considerando a la herencia misma como persona y como «domina” de las cosas hereditarias.

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